sábado, 18 de mayo de 2013

Depredadores con forma humana



Muchas veces uno se pregunta en qué momento atravesamos esa línea invisible que divide la niñez y el principio de la madurez. En qué minuto de nuestras vidas contemplamos el paso de un imaginario infantil a un mundo tangible donde nuestros miedos de chico dejan lugar a los horrores de los monstruos reales con rostro humano.

Aún en mi niñez, contemplando la película "La Noche de los Lápices", ingresé de alguna manera parcial pero impactante a un mundo de masacres y sufrimientos. Los personajes de ilusión que me acosaban en la oscuridad silenciosa de la luna dejaron lugar a seres humanos uniformados armados que secuestraban, torturaban y mataban a niños, hombres adultos, mujeres, ancianos y adolescentes sin distinción.

Los temores a criaturas cuasi-mitológicas de tiempos remotos se transfiguraron en personas de carne y hueso existentes en una etapa tan cercana que alcanzaba a tocar mi propio nacimiento. Me tuve que adaptar a comprender las causas por las cuales esas personas eran perseguidas y asesinadas, y me fue difícil entender con mi corta edad que el solo hecho de opinar, algo natural para mí, era un elemento peligroso para la propia vida de una persona.

Con mi lenta forma de lectura accedí al libro "Nunca más..." y absorbí decenas de conceptos todavía abstractos en mi conocimiento y que daban cuenta de una historia de terror palpable y de gritos debajo de las letras que ocupaban sus hojas amarillentas. Secuestro, ESMA, la Cacha, picana, Olimpo, tortura, Orletti, Pozo de Banfield, Arana, calabozo, traslado, o la misma idea de Nunca Mas...

Las fotos en blanco y negro de esas miles de personas transformaron mi visión general del mundo y se introdujeron definitivamente en mi memoria. Las dudas dieron lugar a preguntas y configuraron, con la respuesta de mis viejos y mayores, la sensación de ser un sobreviviente mas. Que por la militancia de mis padres, su sufrimiento y penurias (persecución política, problemas económicos, mudanzas obligadas, aprietes, amenazas, compañeros desaparecidos y otros también perseguidos), podría haber formado parte, junto a mi hermana, de aquellos niños desaparecidos o incluso jamás haber existido.

Entendí, además, que aquellos apagones en Mar del Plata no eran por la llegada de malones de indígenas fantásticos y misteriosos que me relataban mis tíos para divertirme entre penumbras sino que eran, en realidad, por el peligro de bombardeos de Sea Harriers ingleses. Me di cuenta porqué mi viejo volvíó con los anteojos rotos luego de la represión en una marcha en plaza de Mayo para que se vayan los milicos con posterioridad a la rendición en Malvinas. Comprendí la emoción de mi vieja al leer un nombre como Alcira en una lista de desaparecidos y también porque me llevaron en una Semana Santa a Plaza de Mayo para defender la democracia de esos peligrosos carapintadas que parecían salidos de un film de Rambo. Conocí las palabras "chicos de la guerra" y también el "no te metas en política" de algunos habitantes del barrio.

Se empezaron a ordenar y naturalizar, en mi mentalidad de pibe, esas marchas encabezadas por esas especies de ancianas justicieras con pañuelos blancos acompañadas de miles de personas con banderas de H.I.J.O.S., de Eva Perón, de Lenin, Marx, Alfonsín, como si cada 24 de Marzo no interesara a que Dios le rece cada uno para reunirnos en una especie de aquelarre anti-militar que espante a esos fantasmas que aún intentan adueñarse de la Plaza de Mayo. Aprendí el valor de la lucha, de la democracia, del conocimiento y de la memoria.

Pero en ese principio del fin de la niñez el terror ya no tuvo mas forma de personaje negativo de dibujito de Disney, de Nosferatu salido del cine mudo, de zombies con rostro necrotizado que buscan tu carne en los cementerios o de esos animales antropomorfos que la propia psicología crea para mantenernos atentos. Tenía rostro real, una forma humana con una mentalidad diabólica capaz de todo. Uno de esos nuevos demonios, de esas figuras con gestualidad espantosa, se llamaba General Jorge Rafael Videla, y acaba de morir en la jornada de ayer. Preso, en una cárcel común, condenado por y en un gobierno democrático a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad, entre ellos robo de bebés.

Esa figura que dio origen a un inicio de maduración intelectual en mí ha dejado de existir en esta tierra, pero con él no se extingue el estado de alerta. Dicha atención, que ya no se focalizó jamas en esos temores de ensueño sino en los monstruos de la tierra, seguirá existiendo como herida que me recuerde a los depredadores con forma humana, monstruos que no pueden ni deben resurgir y que tienen que quedar encerrados entre las pesadillas de la historia.